Hoy quiero hablar de las tonterías que sirven para darte algo de luz cuando todo se apaga, y de mi amigo Arturo. De mi bendito amigo Arturo.
Hace unas pocas semanas mi padre casi muere y tuvieron que operarlo de urgencia. Yo iba a ir a casa de mi madre a las 4 para dejarle una copia de las llaves de mi piso porque me entró el miedo de emborracharme y perderlas, así que pedí la ayuda de otro adulto, en este caso de ella. La llamé a las 3 y le dije que en un rato salía para su casa a llevárselas. Me dijo que vale. A las 3 y media me escribió y me dijo que no, que mejor que no fuese. Que estaba en urgencias con mi padre. Me pareció un plan espantoso para un sábado.
Fui corriendo al piso de mi hermana. Mi cuñado me abrió la puerta. Mi sobrina Erea, de un año y poco, estaba jugando en el suelo. En cuanto me vio aparecer se puso a llorar histéricamente y fue gateando hacia su padre como si tuviese miedo de que la fuese a raptar o algo así. La muy desgraciada. No sé por qué no me quieres Erea si yo no dejo de hablarte dulce y de jugar contigo cuando te veo. Aún así, ese día no tuve tiempo ni para explicarle que no soy una amenaza, ni para sentirme herido. Era bastante evidente que en ese momento el protagonista de la historia no era yo.
Mi hermana y yo llegamos al hospital y estuvimos dos eternas horas en la sala de espera sintiendo dentro el miedo de que mi padre hubiese entrado con un hilo de voz y no pudiese luego salir de allí. Había que espantar esa idea, había que hacer lo que fuese para que ni mi hermana ni mi madre ni yo pudiésemos pensar ni por un segundo en esa posibilidad. Como si al pensarlo se hiciese real. Como si tuviésemos algún tipo de participación en todo aquello.
Mi madre estaba en shock y yo estaba en un estado de histerismo nervioso similar al de mi hermana, que se puso a hablar durante un rato de que en las máquinas expendedoras había manzanas y que eso era algo que estaba muy bien. A mi madre también le pareció que estaba muy bien. Luego yo dije que los asientos de la sala de espera eran bastante cómodos y las dos dijeron que sí. Que eran muy cómodos. Una señora en el banco de enfrente nos miraba de vez en cuando como si fuésemos un poco faltos.
Yo notaba que estábamos todos a punto de empezar a pensar en lo peor. De sentir lo más oscuro bien dentro, como si fuese a comernos. Tenía que buscar algo, lo que fuese. Y cuando nos quedamos sin insustancialidades ni nada así, me vino a la cabeza mi amigo Arturo. Si alguien tiene la capacidad de acumular historias absurdas y divertidas, es él. Y gracias a Dios me las conozco casi todas.
Les empecé a contar cuando fuimos todos a Mallorca y estuvimos en un restaurante de un señor italiano que se puso a hablarnos de Italia y de Cerdeña y de la pizza y del Mediterráneo durante casi una hora. Y que, al salir de allí, Arturo se giró hacia nosotros y dijo este tío qué era, ¿marroquí? Les conté que a Arturo le estafaron más de una vez por teléfono sin saber bien cómo. El tendal de varios metros que compró sin un motivo claro. Les conté todo lo que me vino a la cabeza, y durante este raro se hizo una luz a nuestro alrededor y ya no estábamos ni en la sala ni en el hospital ni en ninguna parte en la que pudiese pasarnos nada grave ni triste. No pude estarle ni le estaré más agradecido de ser mi amigo.
Cuando no se me ocurrieron más historias nos quedamos en silencio. Y mi madre, de la nada, dijo con un hilo de voz que, cuando tumbaron a mi padre en la camilla para llevárselo a quirófano, por lo menos la dejaron acercarse para darle un beso. Por si fuese una despedida o tuviese que darle fuerzas y amor antes de enfrentarse a algo que estaba a punto de tragárselo para siempre. Yo ahí casi me rompo. Amor y muerte, como en Lorca.
Creo que desde entonces he pensado casi todos los días en que no se puede hacer nada para evitar el dolor que se va a condensar en tu vida en este mundo. Y que como mucho puedes dar un beso en el momento justo. Un beso que te saque de esto. Un beso antes de que todo acabe. Y que eso ya es mucho. Eso es muchísimo.
Ahora estoy en Budapest disfrutando de la escasa amabilidad húngara y de pagar casi 3 euros por cada café con leche. Mi padre ya está en casa. Llamo a mi madre y me dice que mi padre cada día camina algo más, que ya no fuma, que ha recuperado bastante el ánimo. Siempre pienso en llamar a mi hermana, pero luego me olvido. También pienso bastante en mi sobrina Erea. Un día, después de la operación, mi hermana la trajo a casa. Estuve jugando con ella a esconderme y a aparecer de golpe. Ese juego le encanta. Cuando nos despedimos, me dio un beso por primera vez en su corta vida. Le salió como algo automático. Esa noche me fui a dormir realmente feliz. Yo sé que aún no entiendes lo importante que puede ser un beso, Erea, pero a veces es como si lo cambiara todo.
Escribo este comentario aguantándome las lagrimitas de lo mucho que me ha gustado leerte. Gracias por compartirlo ❤️
Espero que tu padre y tu familia estéis todos bien!😣❤️ Gracias por tu relato y gracias por Arturo! 😅