Cuando voy a casa de mi madre no voy de visita sino de incursión. Salgo con una bolsa llena de tuppers o de cosas que tiene ella y que por un casual necesito. Tengo una olla enorme que le cogí hace un par de meses porque en fin de semana hago guisos para mi buena gente y necesitaba material adecuado. Ella me llama, desesperada. Que necesita la olla, que cuándo se la voy a devolver. Yo le digo que pronto. Que es que la vida se me complica. Ella suspira y yo me río.
Estas navidades mi amiga Sol me regaló un libro inmenso de pastelería francesa. En mi casa no tengo horno porque es un cubículo semi-tercer mundista, así que tuve que recurrir a La Madonna Mia y a su horno en perfectas condiciones para cocinar semejantes delicias.
-Mamá, escucha, que te parece si todos los viernes hacemos un postre ahí en tu casa.
- ¿Qué? ¿Pero por qué?
-Sí, oh. Tú y yo. En plan madre hijo, para pasar tiempo juntos.
- ¿Y no puedes venir y tomarte un café que mancha mucho menos?
-No, ya verás que esto está mejor.
Así que de vez en cuando hacemos eso. Mi hermana baja con la niña y estamos por casa un rato todos mientras yo miro muy preocupado a las masas y pregunto todo el rato ¿estará bien? Y mi madre me dice no lo sé, pero no manches.
Mi madre siempre creyó que yo iba a ser muy mal cocinero porque soy caótico y tengo poca paciencia, y ella dice que para cocinar bien hay que poner amor en lo que se hace. Hoy en día, ella no puede probar casi nada de lo que cocino, porque está mala del estómago y tiene una dieta muy restrictiva, la pobre. Pero yo te juro que le pongo todo el amor que tengo.
Le cuento a mi madre que me voy a mudar pronto y que me iré a una casa con horno, pero que igualmente podemos seguir quedando para hacer pasteles y tartas. Me dice que no. Que mejor lo haga por mi cuenta. Que ya ha sido suficiente. Pone cara seria, pero sé que no lo piensa. Yo creo que el día que haga estas cosas en mi casa las va a echar de menos. Otra cosa es que lo admita.
Yo me aficioné especialmente a la cocina cuando vivía en Albacete. Por mi cumpleaños, mi amigo Raúl me regaló un libro “Cociña galega” de Álvaro Cunqueiro. Es el recetario clásico de las abuelas gallegas. Lo primero que hice fueron las lentejas, con majado de pan frito. Mi madre las hacía igual. Ese era el primero y único año que viví fuera de Galicia, lejos de casa. Y por un momento fue como volver a estar con ella. La madre de mi madre tenía ese espíritu de abuela de posguerra que temía una nueva hecatombe y cocinaba potas y potas de callos o de cocido o de lo que fuese. Guisaba que daba gusto. Cada nuevo plato que yo cocinaba de ese libro me recordaba a mi madre y a mi abuela. El mismo sabor, el mismo olor. Era una forma de no alejarme.
La principal cosa que mi madre no merece es mi actitud. Que la llame poco, que a veces desaparezca. Eso no significa que no me acuerde, que no la piense. Que no haya mejorado con los años. Ella se piensa que solo me acuerdo de ella cuando necesito algo. La novela que publiqué se la dediqué a mi abuela. A mi madre nunca le dediqué nada, pero cuanto más lo pienso, más la encuentro en todo lo que hago.
Pero díselo, coño! Es tan importante para nosotras. Aunque parezca que nos conformamos con cualquier cosa, no es verdad.
Ese final es absolutamente maravilloso. ¿Por qué nos costará tanto decirles a nuestras madres cuántos las queremos y lo importantes que son para nosotros?