Hoy quiero hacer una misa perfecta y no es cosa menor esa así que quisiera empezar cuanto antes.
Yo en general soy idiota y pago esa idiotez con mis amigos o con otras víboras cercanas como mi familia. Toda esta incompetencia vital se manifiesta como hipocondría y miedo. No miedo estilo cruzarse a 4 tíos rapados en una callejuela cercana al estadio en día de fútbol. Miedo estilo creo que mi bienestar ha rota una especie de fuerza cósmica y sin duda seré castigado. A veces que las cosas te vayan bien es lo peor que podría pasarte, sobre todo cuando no has pedido nunca destacar en nada. Yo solo quiero que el mundo me deje tranquilo, no llamar la atención, no vaya a ser que alguien me pida explicaciones por cualquier cosa y yo no sepa darlas.
La cosa de la hipocondría no es algo que me pase siempre. Es más una cosa puntual, un detalle de esta rica personalidad mía. Y sobre ella va esta carta.
La mayoría de gente que me lee aquí viene directamente de mi Instagram, pero para los que no lo conozcan, explicar que llevo años subiendo contenido hablando de filosofía y sociología y cosas varias. Esa cuenta de Instagram fue un proyecto personal y también (posteriormente) una forma de conseguir de vez en cuando algún trabajo escribiendo artículos o en mi sector (que es el de la publicidad).
El resumen es que es algo importante para mí, así que tomándome todas las molestias blindé esa cuenta con una contraseña apuntada en no sé dónde y con un mail al que tampoco sabía cómo entrar. Una cosa infalible. Un día, sin querer, salí de Instagram y luego no pude volver a entrar. Imagínate. Simplemente me volví loco.
En mi casa no estaba la libreta. Tuve que ir corriendo a casa de mis padres y rebuscar en todo lo que tenía mientras mi madre me preguntaba ¿pero qué pasa, qué pasa? Y yo trataba de explicarte a duras penas qué era eso de Instagram. Por fin la encontré. La contraseña estaba escrita en la última página, la cosa es que había arrancado parte de esa página, así que no estaba entera. Pensé que estaba todo perdido, que se había acabado.
Una pequeña parte de mí se alegraba de eso. Estaba harto de todo. Poco antes, había publicado mi primera novela (que por cierto, cómpratela o qué?) y había sido un absoluto fracaso en ventas y en lo vital, porque no me hizo sentirme mejor ni más realizado ni nada de eso. Siempre pensé que, si en algún momento decía algo que valiese la pena, o escribía algo bueno, algo bueno de verdad, una parte de mí se calmaría. No sé cuál. En el libro volqué algunas penas, y es verdad que no volví a pensar en ellas. Pero eso fue todo. No había paz. Por eso empecé a pensar que todo eso daba igual. El milagro no estaba en el éxito. El milagro estaba en otra parte.
Pero no podía rendirme y abandonar así mi trabajo. La página anterior a la página en la que estaba escrita la contraseña conservaba algo del relieve del trazo. Me puse modo detective. En mi piso de 30 metros cuadrados, cerrando las persianas y enfocando ese relieve casi inexistente con una lámpara para ver si adivinaba alguna cosa, mientras pasaba un pequeño carboncillo por encima para ir diferenciando las letras. Así estuve 4 horas. Esa fue mi tarde.
Al final la recuperé. El mundo volvió a su órbita. Me aseguré en blindarla correctamente, en convertirme en un adulto funcional.
Toda esta aventura se la dedico a Elvira, que fue la que me acompañó en esa tarde absurda mientras le contaba en largos audios mis avances y mi desesperación. Fue la que me dijo, también, que escribiese esto.
Por aquel entonces ella y yo nos sentíamos un poco enfermos de soledad, como si todo ese silencio a nuestro alrededor fuese la prueba de que algo dentro de nosotros no valía. De que había un amor que no merecíamos. A veces uno se siente solo y como herido de muerte con esa niebla en el corazón. Y parece que no puedes ver más allá de esa pena, parece que el dolor te ciega y te vuelve egoísta, y terminas ignorando el ruido de las voces de los que te están acompañando. Ahora entiendo que todo da igual menos esas voces. Ahí es donde está el milagro.