A veces me hace gracia pensar que he escrito un libro y siento que he hecho algo bueno y que merece la pena hasta que pienso en todas las cosas que hay en ese libro y que no me gustan y digo bueno, a tomar por culo, ahora está hecho y hagamos como que no ha pasado nunca. Y así más o menos es como vivo.
Hay veces que mis amigos me presentan a otra gente diciendo que soy escritor. Saben que lo odio. Es una cosa que me horroriza, hablar con quien sea de algo que he escrito. Para mí todas estas misas son una especie de confesión, un chorro de voz unidireccional que tiene el único objetivo de servirme de terapia a mí y por el que no espero ningún tipo de feedback. Sencillamente son cosas de las que quiero desprenderme emocionalmente y dejar fijas en algún lugar. Por si algún día echo de menos todo esto, por si se me borra la nitidez de lo que he vivido, de lo que fue importante. Para eso sirve escribir y para eso están las fotos. Para cuando te das cuenta de que una parte de tu vida ha desaparecido, y para dejarla fija en algún lugar, para cuando sientas que ya no está y te apetezca volver a recordarla.
Pues eso. Yo lo de escribir lo llevo mal. Evito decirlo a toda costa. De hecho, si puedo, finjo que odio los libros. Que no leo nunca. Que me espanta. Así no levanto sospechas. Alberto lleva años diciéndole a todo el mundo que tiene un amigo escritor. Yo todavía no había escrito ni publicado nada. No importa, me decía, malo será que algún día no lo hagas. Y sonreía, contento con su broma. Era un chiste que quería regalarme.
Cuando estuve a punto de publicar el libro, el editor me llamó para explicarme cómo funcionaba el business editorial y para tranquilizarme un poco porque yo tenía la sensación de que había revelado todos mis secretos y que estaban a la vista y que el mundo me iba a tragar y la gente me iba a odiar y todo se acabaría. Me dijo que no. Que no me preocupase. Llega un punto en el que siempre da igual, me dijo. Un punto en el que a nadie le importa lo que hayas hecho, en que el libro se convierte en otra cosa cualquiera en circulación en este mundo. Ese era el punto al que yo quería llegar.
Creo que las cosas hay que hacerlas no tanto porque te vas a arrepentir de no intentarlo, sino porque vas a descubrir que, al hacerlas, son menos importantes de lo que imaginabas. Menos graves, menos grandes, menos tensas. La realidad es una cosa que va muy rápido y en general uno mismo interesa muy poco a los demás. Pero eso es bueno.
La cabeza anticipa catástrofes, se queda anclada en la demolición. Yo quiero escribir cosas que alejen de aquí ese tufo a drama. Igual que cuando entra el horario de verano. Los días le ganan horas a la noche. Como justo al principio del amor, con alguien colgando de los ojos y la sensación de que todo está solucionado, como si no hiciese falta recordar esto porque no va a marcharse nunca.
De final, un carrusel de fotos que hacía tiempo que no veía y de momentos a los que no me importaba volver de nuevo.